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domingo, 15 de marzo de 2015

El distorsionador

*En edición*
Trece años habían pasado desde aquel horripilante suceso. El enorme brazo de Víctor tallaba la piedra de amolar sobre su espada. Era una espada tan vieja como el mismo fuego y negra como el alma de un demonio. Algunas vetas rojas danzaban en el filo del arma.
─Partimos mañana. –Dijo una sombra al acercarse a la hoguera donde Víctor afilaba su espada. Él lo vio con unos ojos grises, fríos como el acero que sostenía en las manos. Asintió con la cabeza y continuó con su labor . Cuándo su espada estaba tan afilada que podría cortar un cabello, le dejó a un lado y se propuso a dormir, pero su cabeza siguió susurrando sonidos que nunca más volvería a olvidar. Se levantó de su lugar y caminó hacía el bosque, la llamas de la hoguera hacían brillar las cicatrices de su espalda, tres cicatrices enormes recorrían su tronco desnudo. Brillaban como serpientes plateadas sobre su piel morena. Caminó hacía los árboles y se perdió en la oscuridad.
A la mañana siguiente, aun estando la Luna en el cielo, cinco hombres alistaban sus pertenencias y ensillaban sus caballos. Víctor salió de entre los árboles, su gran melena negra le llegaba hasta los hombros, en una de sus manos cargaba un cruz tallada en madera de roble. Clavó la cruz en el suelo, se arrodilló y comenzó a rezar. Cómo cada mañana, cómo cada día desde hace trece años.
Sus compañeros se habían acostumbrado tanto a su rutina que ya no lo observaban ni preguntaban ni les importaba. Ellos sabían que algo había marcado la vida de Víctor, algo de lo que él nunca hablaba, aunque él no hablaba de nada.
Los seis hombres habían terminado de alistarse cuándo el sol apenas pintaba  el cielo, avanzaron rumbo al bosque.
Víctor iba detrás de ellos, su armadura negra y roída hubiese sido hermosa hace muchos años. Seguramente pertenecía a una armada o a un gran grupo de mercenarios adinerados. Sus compañeros no lo sabían, y nadie que estuviese vivo lo sabía. Ellos lo habían encontrado trabajando solo, como mercenario y decidieron contratarlo después de conocer su habilidad con la espada. Pero él no hablaba, acepto el contrato con un gesto y jamás lo habían escuchado articular palabra.
Viajaron todo el día a orillas del río, buscando huellas, restos de fogata o cualquier pista que les diera el paradero de la gente que estaban buscando.
─ “Asaltantes. Menos de una docena. Si los encuentran, quiero que los maten. A todos. Quemen sus restos y quédense con lo que encuentren. Sólo quiero a esos rufianes fuera de mis bosques”. ─Les había dicho el anciano.
Y eso habían hecho, mataron a unos exploradores que encontraron los primeros días, pero antes les habían hecho cantar como trinos.
─ “El campamento siempre está cerca del río, porque ahí los demonios no se acercan”. ─Les había dicho uno. Y ellos habían buscado, una semana completa, el campamento. Pero sólo hallaban restos de fogata, huesos. Todo cada vez más al norte, al bosque.
Después de horas avanzando habían entrado tanto al bosque que no podían saber si era de día o de noche. Sólo unos pequeños rayos entraban por entre las copas de los pinos.
─Acamparemos aquí está noche y buscaremos a los alrededores. ─Dijo uno de los hombres, con el cabello hecho de fuego.
─Es muy alejado del río, Néstor. –Replico un joven de piel como la leche y ojos vidriosos. –Los demonios…
─ ¡Pamplinas! Los demonios no existen.
─ Pero los asesinos si, y nos encontrarán fácilmente cerca de la orilla. Ocultémonos más dentro del bosque, y mañana continuemos desde este lugar. –Dijo el más anciano de todos.
Desempacaron cerca de unas grandes piedras. El muchacho de piel clara se alejó entre el bosque, a buscar leña para la fogata. Víctor tomó un pedazo de madera de roble y empezó a tallar la cruz del próximo día. El viejo se quitó las botas y empezó a masajearse los pies. El resto de los hombres salieron a buscar algo para la cena. Néstor se vistió con un traje de cuero, más ágil que su armadura y emprendió camino al bosque.
─ Buscaré un poco más para aprovechar los pocos rayos de sol. –Dijo y se perdió entre los árboles.
Víctor y el anciano se quedaron solos y en silencio, como ya estaban acostumbrados. Víctor afilaba su espada y el anciano tallaba un caballo en un trozo de madera.
─Ya han tardado demasiado, ¿no te parece? ─Dijo el anciano, sin esperar respuesta del rostro inexpresivo de Víctor. ─Ya ha transcurrido más de una hora, alguno debió de haber regresado.
Víctor miro fijamente al bosque, que ya estaba casi oscuro por completo. Entonces se levantó, se acomodó la cota de mallas y su espada.
─ ¡Espera, Víctor! Iré contigo, no querrás dejar a un pobre anciano solo en este bosque. ─El anciano empezó a calzarse de nuevo.
Ambos caminaron por el bosque, entre tinieblas. Pero no había ruido alguno, ni humano ni animal. Avanzaron entre árboles, arbustos y troncos caídos. Pero no encontraban rastros de ninguno de sus compañeros.
─Quizá los asaltantes los encontraron. ─Dijo el anciano. Aunque ambos sabían que eso no era posible. Los mercenarios eran más fuertes y mejores peleadores que cualquier asaltante, e iban separados. No podían atrapar a todos juntos. ─Es mejor que regresemos al campamento.
Ambos hombres dieron vuelta, listos para volver en sus pasos, cuándo el silbido comenzó. No era un silbido melodioso, ni creado por ningún ser viviente conocido. Era un sonido tergiversado, horripilante. El anciano cayó al suelo con ambas manos en los oídos, pataleando. Víctor se dobló en sí mismo tapándose los oídos, intentando detener el sonido que lo azotaba. Duraron así menos así menos de veinte segundos, pero tardaron más de cinco minutos en recobrar el conocimiento. El anciano tenía un hilillo de sangre saliendo de su oreja, por toda su mejilla.
─ ¿Qué ha sido eso? ─Dijo el anciano recobrando la compostura.
Víctor estaba de espaldas, inmóvil, viendo hacía la nada.
─Víctor, ¿qué ha pasado… ─El viejo dio un paso atrás cuándo vio el rostro de Víctor, que permanecía inmóvil, con el rostro pálido y sus ojos, que antes eran brillantes, ahora eran opacos como la piedra.  ─Víctor, debemos irnos. ¿Qué ha pasado? ¡Víctor! ─Víctor se sacudió la cabeza y miró al anciano. ─Debemos irnos, ¡ya! ─Víctor movió la cabeza lentamente y ambos caminaron de regreso.
Avanzaron por más de treinta minutos, pero con cada paso los pies pesaban más. Un enorme letargo subía a sus cabezas y olvidaban que dirección tomar. Los pinos fueron desvaneciéndose y abrieron paso a robles negros y fuertes.
─Nos hemos perdido, Víctor. En todo el camino no habíamos visto una población de robles tan grande como esta. ─El viejo veía alrededor con la vista cansada. ─Nos hemos perdido.
Víctor alzó la cabeza, tomó del hombro al anciano y ambos se encuclillaron. El hombre de los ojos grises hizo señas de hacía uno de los árboles. Ambos se movieron sigilosamente hasta estar más cerca, entonces el anciano logró ver. Había un hombre con la espalda en uno de los árboles. Sólo se distinguía su silueta.
─ ¿Vamos? ─Preguntó el anciano. Víctor miró fijamente y asintió desenvainando su espada. El  anciano tomó una navaja larga con ambas manos. Caminaron despacio en dirección al árbol.
Los dos hombres saltaron frente al árbol, y enseguida dieron un paso hacia atrás. La cuerda salía del roble como si el árbol lo hubiese tomado, se tensaba sobre el cuello y mantenía al cuerpo pegado al tronco. El rostro estaba más blanco que de costumbre, con una mueca de espanto dibujada. Un hilillo de sangre corría por ambas orejas y goteaba en el piso. De las entrañas no quedaba casi nada, sólo un gran agujero en toda la región abdominal. Como si hubiesen extraído huesos y órganos por completo.
El anciano se alejó unos pasos más, vomitó lo poco que tenía en su estómago.
─Los demonios, Víctor. Se los han llevado, debemos salir de aquí. -gemía el viejo.
Víctor veía el cuerpo, con una furia animal dibujada en su rostro. Su ceño se frunció y las marcas de una quijada tensa se formaron en sus mejillas, dio media vuelta y avanzó, sin ver al anciano que lo siguió al acto.
─Fueron los demonios, ningún hombre podría hacer eso. ─Recitaba el anciano conforme avanzaban. ─Vendrán por nosotros, estamos perdidos.
El hombre del cabello oscuro seguía caminando sin prestar atención al anciano. Con la mente embotada, y observando a todas partes. Caminaron cerca de una hora antes de encontrar el resto de los cuerpos. Los dos cazadores estaban tirados en el suelo, bocabajo. Nadie los hubiera reconocido a no ser por sus armaduras. Uno de ellos vestía verde como las hojas, el otro café como el tronco de un pino. Pedazos blancos de cráneo resaltaban dónde alguna vez había sido cabello. La piel había sido arrancada por completo del cuerpo. Al darles vuelta descubrieron que el parpado había sido retirado, dejando ver unos ojos que permanecerían abiertos por siempre. Ninguno de los dos tenía orejas ni dientes ni labios. El anciano  intentó vomitar, pero su estómago estaba vacío.
─El mismo diablo nos ha condenado, Víctor. Espero que todos los rezos que has hecho nos sirvan de algo. ─Dijo el anciano, con un toque de locura en su voz y sus ojos. ─El demonio nos está acechando.
El hombre de los ojos grises cambió de color al instante, su rostro se enrojeció y su ceño se frunció aún más. Sus ojos estaban enfocados en los cuerpos. El anciano detrás de él seguía gritando, retando al demonio para qué se lo llevará en cuánto antes. Con las capas de los cazadores, Victor cubrió ambos rostros, se puso de pie y camino rumbo al bosque dejando atrás al anciano.
Con la mirada hacia enfrente, Víctor siguió caminando quién sabe cuántas horas. Tropezaba con raíces, pero no se detuvo. Caminó por charcos, lodo, árboles caídos y musgos. Entonces escuchó el sonido. Un sonido gutural, animal. Como poseído, Víctor se encaminó al lugar de dónde provenía el aullido. Y lo vio ahí, al hombre del cabello hecho de fuego. Estaba sentado bajo un árbol, con las manos y los pies clavados al suelo con clavos negros como la noche. Víctor aceleró el paso hacía el hombre, que gritaba con toda la fuerza de su garganta hacía dónde estaba él. Un flujo de sangre salía de su boca y chorreaba su pecho. La lengua estaba tirada a unos dos metros de Néstor, llena de sangre. Víctor salió de su sueño e intentó acercarse al hombre que era su compañero. Pero antes de acercarse sintió un frío en su estómago. El hombre bajo sus ojos grises y vio un extraño tentáculo retorcido atravesando su abdomen. Víctor desenfundó su espada, pero esta se hizo polvo en sus manos. Más tentáculos tomaron al hombre por sus manos y piernas y lo jalaron dentro del bosque. Víctor se movía como un animal, pero no pudo liberarse. Al perderse en las sombras dio un grito espectral. Fue el último sonido que su garganta produjo. El único sonido que había articulado desde que, hace trece años, un extraño silbido había hecho sangrar los oídos de él y su familia.


─Te lo juro, Yori. Escuche personas cerca del arroyo, posiblemente siguiéndonos. ─Un hombre con rostro vulgar y vestido con harapos decía mientras cortaba una rama con el tajo de un machete.
─La gente no viene aquí. Está lleno de monstruos, y menos tan dentro del bosque. ─Decía Yori mientras fijaba sus ojos negros en el arroyo.
─Los he escuchado, además he visto caballos corriendo lejos de aquí, aún ensillados.
─Calla. ─Dijo Yori con un susurro mientras señalaba el lugar con la barbilla. ─Están ahí.
─Yo no veo a nadie. ─Dijo el hombre de rostro vulgar y se acercó sigilosamente. ─ ¡Dios mío! ¡Yori, debes de ver esto!
En el piso había cinco hombres, todos ellos apuñalados. Un anciano, un hombre pelirrojo, un joven con piel como la leche, un hombre con ojos verdes como el bosque y otro hombre en armadura. Todos muertos, apuñalados varias veces en la zona abdominal. Los habían amontonado uno encima del otro. El cuchillo con el que se había cometido el crimen estaba a unos pasos de ahí. Estaban apenas fríos, no llevaban mucho tiempo muertos.
─Los demonios, Yori. Los han matado. ─Decía el ladrón mientras se persignaba.
─Ningún demonio, mira allá. ─Dijo el hombre de los ojos negros señalando con el dedo..
Ambos hombres caminaron al lugar y lo vieron. Era un hombre grande, fuerte. Tenía el cabello negro como boca de lobo, la piel bronceada y ojos grises como metal pulido. Estaba en el piso, inmóvil. Sus ojos veían al cielo y su garganta estaba atravesada por una cruz tallada en roble.

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